Basia Batorska
(1933)

Nunca se hizo la pregunta de quién sería ni distinguió entre la vida y el arte. Comenzó a dibujar simplemente lo que veía. Y como en general todo era maravilla, y lo que no era ella lo transformaba en su mente como prodigio, Basia Batorska (Polonia, 1933) trasladó al papel los árboles milenarios, los bisontes europeos, los helechos, las montañas, las vacas y los caballos para dejar constancia de eso que conocía.
De niña, con su abuela conoció la geografía y la historia de muchos pueblos; supo del arte romántico desplegado en museos y le asombró la grandiosa maestría de Durero. Pero como vivía en el bosque polaco, prolongación de la selva negra alemana, otro tipo de arte ocupó también su vida: aprendió a diferenciar árboles jóvenes de añejos y amó a los bisontes que su padre escondía cuando los rusos y alemanes invadieron la tierra en la que ella creció por escasos seis años. Luego, junto con su familia fue deportada al sur de Rusia, donde perdió a su padre y abuela, viajó luego a Persia (hoy Irán) y cuando hizo escala en la India, su madre tuvo que elegir el siguiente destino: África, Inglaterra o México. Como existía un pariente en Estados Unidos la selección no fue ardua: el país vecino del sur se convirtió en la opción a la que llegó en 1943, con diez años, una escuela y la posibilidad de tener un cuaderno, un lápiz y sinfín de hojas llenas de dibujo.
La sobrevivencia y la etapa de persecución y miedo quedaban atrás. Basia nunca tuvo tiempo para guardar rencores contra rusos o alemanes. Los Montes Urales eran tan hermosos "recuerda" que no le quedaba tiempo para odiar. Y cuando llegó a la ex hacienda de Santa Rosa, cerca de León, Guanajuato, tampoco le dio tiempo para impactarse con la violenta postguerra cristera. La vivió como continuación de su historia europea y se aferró a la convicción de que la violencia no formaría parte de su existencia. El arte sí.
Como no pudo darse el lujo de estudiar antes de casarse, concluyó una carrera comercial para trabajar; luego, cuando se casó, dedicó su tiempo completo a la Filosofía y las Letras en el Instituto Tecnológico de Monterrey.
Pero en la veta artística siempre se alió a la autoformación. Sus maestros eran los clásicos: analizaba la obsesiva atención de Durero al dibujar un conejo o una hierba; estudiaba los fondos que el Giotto repetía en algunas telas así como la milagrosa diferencia que Monet captaba en sus versiones de la Catedral de Rouen. Junto a estos maestros a distancia, su amiga Ester González le enseñó la técnica del grabado y el pintor Vlady le mostró la forma de abordar el claroscuro sin trazar una línea.
Aliada de la disciplina, descreída de la improvisación, dice que insistir en sus series de montañas, animales, flores o bosques le da oficio. Y esa es la base para volar a donde se le da la gana. Con el oficio cualquier experimento encuentra un cimiento seguro.
No sólo Rembrandt y Turner son sus otros maestros preferidos. También el arte chino. Trae a la memoria el libro The way of chinese painting, donde se establece que tener base significa conocer el alma de las cosas. Si quieres pintar una piedra, debes conocerla, saber qué la conforma por dentro y por fuera. Por eso estudia desde la médula, la estructura ósea, las nervaduras y los tendones en hojas y cuadrúpedos. Sabe lo que conforma a un caballo y cuando dibuja una sola línea sabe también que lo sintetiza.
Así, amante de gatos y elefantes, osos y rinocerontes, anda siempre a la búsqueda del oficio que le permita retratar ese florero o esa cabra montés que en su naturaleza delicada y fuerte es uno de sus pendientes dibujísticos. Y junto a su chimenea, acompañada de su música y un gato negro descomunal que más parece perro, Basia se apresta a trabajar la luz y la sombra en sus próximos grabados. Para 2007 hará una exposición en Xalapa y hoy sigue alimentando sus permanentes impulsos interiores. Esa necesidad imperativa de expresarse a través de la pintura, el dibujo y el grabado con los cuales comparte su mundo tal y como lo ve. Eso que quiere ver sensacional pero no siempre es un mundo feliz. Eso que quiere expresar como constante enamorada de la belleza. Por ello es su reto pintar inviernos y aspirar a que los otros sientan el frío del monte, el sonido del viento, el canto entre las montañas. Ese infinito que es la pintura, ese detener el tiempo que es el grabado, eso que no se mueve más con el dibujo y sin embargo puede generar torbellinos.

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